Skinpress Demo Rss

30 de julio de 2010

Recuerdos, velatorios y alguna emoción indescriptible.

EN las noches en que la vigilia me mantiene en vela me cuestiono una incógnita: “Si yo muriera, ¿quién lloraría? Sé que es una pregunta extraña y que cavilar acerca de mi propia muerte no es el mejor método de relajarse antes de dormir, pero me intriga esta cuestión.

¿Quién lloraría en caso de hundirme yo en las profundidades del mundo de Hades?

Antes de todo, antes de exponer mi reflexión y dejarme llevar por mis delirantes pensamientos, aclararé un punto:
1. Nunca he perdido a nadie. Perdido en el sentido de morir, por supuesto. Ni un pariente, ni un amigo, ni una mascota. Nada. Nunca he llorado la muerte de alguien. Por eso mismo, no sé que se siente cuando se respira el perfume de la muerte en el aire. Siento recaer en un tópico pero es así, desconozco cómo late un corazón tras sufrir una pérdida. De modo que, todo cuanto expreso sobre el papel no son más que conjeturas y teorías acerca del dolor de la pérdida y sus consecuencias. Rezaré a un Dios inexistente para que mis ideas no aniden lejos de la realidad y, sobretodo, para que no hieran los sentimientos de quienes no comparte mi ignorancia.

Ahora, una vez dicho todo, que de por comenzada la función.

Imaginemos la escena. Un funeral. El mío. Que vuestra mente esboce los detalles del escenario ya que yo nunca he asistido a ningún velatorio y desconozco que es lo habitual. Imaginemos los personajes. Mis amigos, conocidos, compañeros y algún que otro desconocido, tal vez incluso alguien hacia quien no sentía simpatía. Y ahora, lo más importante, ¿cuántos y quiénes lloran? ¿Lloran muchos o lloran pocos? ¿Lloran mis más allegados o los conocidos? ¿Se trata de un llanto quebrado o interminable?

Hay quien califica el llanto como la máxima expresión del dolor. He de asumir, pues, ¿qué quienes más lloran, más me querían? Según el número de personas que sucumban al llanto, ¿averiguaré lo hondo que calé en todos ellos? ¿Puede el ser humano ocultar el afecto hasta el momento de la muerte, donde se ahoga en un mar de lágrimas y revela su cariño, traicionándose a sí mismo? Si confío en esta línea de pensamiento, ¿descubriré quién realmente sentía cariño hacia mi persona? ¿Estamos, pues, destinados a conocer este secreto una vez muertos, es decir, a no conocerlo jamás?

No a todo lo anterior. Excepto a la última cuestión.

Jamás sabremos el cariño que nos profesaban nuestros semejantes. El ser humano es el perfecto mentiroso y el maestro ocultador. Es capaz de camuflar el amor e incluso hacerlo parecer odio o rechazo. Es capaz de fingir el amor y de confundir y manipular los sentimientos afectivos del resto. Por lo tanto, el mayor secreto no es la fórmula de la Coca-cola ni el año en que llegará el Apocalipsis sino quien te quiere y de qué manera.

Y jamás conoceremos la respuesta, siquiera después de muertos.

Algún crédulo confiará de buena fe en que: “Quién te quiere, te lo dice y te lo demuestra”. Pero hay emociones que se hallan por encima de toda palabra, y esta es una de ellas. ¿O acaso hay palabras concretas para expresar lo que sentimos hacia cada persona? Las emociones son únicas, irrepetibles. Por parecido que sea un sentimiento, nunca compartiremos lo mismo con dos personas. ¿Vamos entonces ha emplear las mimas palabras para describir lo que sentimos por ambos? Los vocablos son torpes, generales y superficiales. Siquiera el lenguaje corporal es suficiente en ocasiones. No existe lenguaje para expresar las emociones correctamente y, por ello, jamás entenderemos lo que sienten los demás hacia nosotros. Tampoco sirven las lágrimas. No son más que otro pobre recurso para expresar algo que carece de modo de expresión.

No puedo hablar desde la propia experiencia pero he oído decir que lo primero que se siente ante la noticia de una muerte es una estática paralización. Durante ese tiempo estático, la mente, el cuerpo y el alma buscan el recurso más indicado para transmitir de manera fiel las sensaciones. El resultado varía en cada persona. No siempre es llorar. Hay personas que nunca lloran, personas que aunque fueran a partirse en dos del dolor, no derraman una sola gota. Personas a las cuales les han enseñado que llorar es propio de cobardes o personas que ya han derramado todas sus lágrimas. Y no por abstenerse del llanto, su dolor es menos real.

Según mi humilde opinión, el verdadero dolor no se experimenta inmediatamente. Tampoco al despedir al cuerpo del difunto. Opino desde el desconocimiento que la pérdida se empieza a sentir cuando uno regresa a la rutina. Es entonces, en cada detalle, en las cosas cotidianas, donde cuada cual se había acostumbrado a tener a esa persona junto a sí. En ese momento la pérdida se hace pesada y se comprende hasta dónde alcanzan los daños. Se trata de aprender a vivir la rutina de nuevo, de guardar la antigua en el ataúd de los recuerdos.

El apreciado difunto pasa de nuestra realidad a nuestra memoria. Y permanece allí, intacto, sin envejecer ni un solo segundo, idealizado sobre un pedestal de afecto. Un ser transformado en ilusión capaz de transmitir fuerza, valor, motivación. Un ser transformado en recuerdo, en memoria que honrar.

Llegado este punto tan sólo puedo decir que no necesito una respuesta a mi pregunta. No quiero saber cuantos llorarán mi pérdida. Tal vez no me guste la respuesta. Tal vez mi funeral esté vacío o muera en una cuneta alejada del mundo civilizado. O tal vez mi funeral esté lleno de plañideras desconocidas, de gente que asiste al velatorio por obligación.

No lo sé. No quiero saberlo.

Honestamente, ya no me importa quien me llore, sino quien me recuerde. Esos sí quiero que sean muchos. Quiero afectar a la rutina de mucha gente. Quiero ser imprescindible en algunos momentos, quiero que se me eche de menos.

Quiero ser transformada en recuerdo.

Día 1

HA pasado un día desde entonces. Han transcurrido 24 horas desde que mi propia plaga de pirañas me despojara de mi corazón, mi alma, mi sonrisa, mi sentido del humor, mi concentración, mi euforia. El dolor me tomó sin permiso, me torturó de todas las maneras que conocía cuan alma condenada en las llamas de un infierno terrenal y luego, una vez se hubo divertido suficiente, tiró mis restos en una cuneta. Ahora sólo tengo miedo de que regrese. Miedo de hundirme, de perder las ganas otra vez, de siquiera sonreír cuando los demás se vuelcan para animarme.

Yo estoy bien. Creo. Al menos en parte. De todas formas, soy demasiado cobarde como para enfrentarme a todos como si nada ocurriera. Pero estoy bien. Al fin y al cabo, el problema es mío. Por confiar, por tomar cariño, por “elegir malas amistades” como tú dijiste. Si fuera inteligente no te habría tomado estima, ni me habría acercado a ti ni a nadie, me habría mantenido en mi burbuja. Un lugar donde, por cierto, se vive muy bien siempre y cuando el resto del mundo no se entrometa. Si fuera práctica, no le daría tanta importancia a esto. Habría continuado con mi viaje, caminando con la misma fuerza y decisión que antes. Sin preocuparme de nada excepto yo misma. Sé que dentro de poco tiempo ya no compartiremos camino. Y tú me has aportado más dolor que alivio.
Una vez te confesé que yo pensaba pasar por esta broma de mal gusto que es la vida disfrutando al máximo, sufriéndome al mínimo. No me arrepiento de tal confesión, ya que quien avisa, no es traidor.

No voy a ignorarte, ni a odiarte, y mucho menos olvidarte. No tengo claro qué hacer, necesito algo de tiempo. Charlar conmigo misma y con mi almohada. Recordar todos esos momentos que hieren como un ácido. Analizarlos, estudiarlos. Lo sé, es algo frío e insensible ponerse a racionalizar vivencias cuando las emociones recorren una pista de trapecismo pero yo soy así. Fría de normal. Congelada cuando los ánimos se derriten.

Te prometo que descubriré cuanto de verdad había en nuestras conversaciones, en nuestras miradas, en nuestra amistad. Te juro que averiguaré hasta qué punto me soportabas por cordialidad y en qué rincón de tu espíritu empezaba la parte de ti que deseaba mi compañía.

Patético. Patético. Patético.

Pero o analizo hechos irrefutables y alcanzo, mediante este estudio, un estado de serenidad que ahora me resulta insoñable o me golpeo contra la pared hasta perder el sentido. De ambas formas, llegaré a un pseudo-nirvana que me ayudará a sobrellevar todo esto.

Día 2, allá voy. No tengo más palabras para recibirte. Tan sólo te suplico que me des una tregua. Basta de estrés. Sólo quiero tranquilidad para pensar en esto. Para reconstruir mi ánimo y mi muralla piedra a piedra. Para volver a ser fría.

29 de julio de 2010

María.

MARÍA, eres un encanto.
María, no cambies nunca.
María, te he cogido más cariño a ti en dos mese que a muchos en varios años.
María, te aseguro que dentro de 10 años no te habré olvidado.

¿Qué clase de respuesta esperas ante esto? ¿Qué clase de sentimiento transmiten estas palabras? ¿Qué clase de reacción anhelas por mi parte? ¿Se trata de un coqueteo? ¿Estás intentando seducirme? ¿Quieres que caiga en tus brazos? No, claro que no. Nunca te interesé en ese sentido. Nunca viste más allá de la niña que represento. Siempre se trató de amistad. ¿Atracción sexual? Tal vez. Prefiero no saberlo, honestamente. Tan sólo fueron frases hechas. Fórmulas predeterminadas para expresar el cariño de hermana que sentías por mí. ¿Sabes dónde y cuado veía que yo era realmente importante para ti? Cuando me mirabas. Tan sólo un segundo y nuestra confianza se volvía corpórea, el cariño sustituía al oxígeno y me sentía a salvo. Tú me querías.
Por mi parte, fue similar. En un primer instante, me fascinaste y te subí a un pedestal de encaprichamiento. Te idealicé yo sola y yo sola bebí los vientos por una persona que no existía. La figura idílica de la que me ¿encapriché? era poco más que una ilusión. Eras la personificación de mis anhelos. Todo cuanto asociaba con mi pareja ideal, estaba en ti. Mucho duró la ensoñación. Y confieso que a veces me gustaría regresar a ese estado. Cada palabra cruzada contigo era como vivir mil vidas y tener ansias de más. Los sentimientos se vivían de forma extasiante y caminaba entre las nubes. Al cabo del tiempo, eso dejó de bastar. Quería más, mucho más. Quería lo que todos quieren. ¿Qué típico, no? Me siento extraña, diferente al sentir y escribir estas cosas cuando no tienen nada de especial Este torbellino de sentimientos que he atravesado lo recorre mucha gente, incluso con una intensidad superior a la mía.

No obstante, no obtuve nada más.

Y terminé de superar la frustración que eso produce para, por fin, alterar mis sentimientos y conducirlos a lo que a día de hoy son.
No estoy enamorada de ti. Siquiera encaprichada.
Para nada. Al contrario de lo que vosotros pensáis.
Pero eres uno de los naipes que sujetan mi castillo.
He bebido de tus palabras, he probado tu cariño, he disfrutado de tus atenciones, he escuchado tu filosofía, he sentido lo que yo representaba en tu mundo.

Cuéntame, ¿dónde iba el veneno?

¿En los abrazos?
¿En las sonrisas?
¿En los comentarios?

Que más da, el problema es que ya no sé vivir sin ello. Me preocupo, me estreso. Mi droga. En eso te has convertido. Has jugado con mis sentimientos, me has embaucado, te has metido en mi corazón. Si no te veo, un vacío me come las entrañas, me inyecta inquietud en las venas; mi corazón grita que le falta algo y mi alma se encoje porque le falta quien la abrace.

Repito, no estoy enamorada de ti.

Si releo mi propia creación, yo misma experimento lo que transmito y quiero enfatizar lo único que ahora mismo tengo claro: No te quiero de ESA manera.
Nuestra relación es extraña, única, da pie a confusiones. Pero ninguna amistad es igual a las demás. ¿Me equivoco?

¿Qué ocurre cuando, en vez de faltar, estás y me haces daño? Soy lo que soy ahora. Siento lo que siento ahora. ¿Cómo expresarlo? ¿Cómo contarlo? El aire duele y cuan cuchilla rasga mis pulmones. Siento dolor. Tras mi esternón. En el centro del pecho. Dicho dolor me arquea la espalda y me produce escalofríos. Siento la piel fría y no soy capaz de fingir estar bien. Quiero gritar, golpearlo todo, romperme las manos contra un pared y perder el conocimiento de un golpe. Sin embargo, no puedo pronunciar palabra. Sólo quiero sentarme en el suelo, abrazar las rodillas con los brazos y perder en mi propio dolor. Cuando salga de él será más fuerte y más insensible. Eso es lo que busco.
Había oído que a veces el dolor es tal que te provoca una sensación parecida a las arcadas. Las estoy sintiendo mientras escribo. Lo único que quisiera sería vomitar mis sentimientos y quedarme con la carcasa vacía que simboliza mi cuerpo. Expulsar de mí toda capacidad de sentir, ser una autómata. Eso me encantaría. No haberte conocido jamás. Eso también. Habría construido mi vida de otra manera. No puedes echar de menos algo que jamás has conocido. Pero no, es más entretenido que suframos. Por cosas como el sufrimiento creo en que quizás existe algo por encima de nosotros. ¿Qué sentido tiene el sufrimiento sino el de entretener a un ser superior?

Me has dañado. No sé por qué o si has sido consciente de ello. Quizás todo esto no sea más que una paranoia mía. Otro de mis delirios ocasionados por una falta grave de autoestima. No se trata de odio, no se trata de decepción. Es simple dolor. Pensar en ti y morir de angustia antes de apartar mi mente de tu recuerdo. No sé que me aterra más. Si perder la relación que tenemos (¿teníamos?) o que te enteres de todo lo que pasa por mi mente. Ignoro que será de mí si pierdo todo lo que tú me aportas. Sin embargo, ahora que lo único que quiero es que desaparezcas d mi vista. Vuelve a irte y dame tiempo para enfrentarme a mis demonios. Vuelve a irte y al regresar, sé de nuevo la persona en quien tanto confío.

María no es un encanto.
María cambiará. Ahora mismo lo está haciendo. Continúa con la construcción de un corazón de hierro que sustituya al suyo y sigue experimentando con ratas para averiguar como lisiar sus emociones de una vez por todas.
A María le perderás el cariño más rápido que a quienes conoces desde hace muchos años.
A María dejarás de quererla rápido porque sabes que ella no merece la pena.
A María te aseguro que dentro de 5 años, la habrás olvidado.
Y ahí está otra vez, ese pulgón mal nacido y carcomoso que se alimenta de sus órganos, causándome una pequeña agonía en el espíritu. Sólo quisiera clavarle un cuchillo y arrancármelo salvajemente. Dejar de sentir. Pero hasta para eso soy demasiado cobarde.

Sufrir por amistad, no por enamoramiento. Genial.

22 de julio de 2010

Mi problema. Mi inconveniente. Mi carcoma mental.

TENGO un problema. Así de simple. Bueno, tal vez no sea un problema. No lo sé, tengo mis dudas y esas dudas están haciendo que se tambalee mi firme propósito de escribir tan sólo reflexiones bien meditadas con anterioridad. Además, ayer dormí poco y eso no aumenta mi pericia creativa, precisamente.
Leí en alguna parte que escribir más de 3 horas diarias desembocaba en un considerable aumento de la calidad de lo creado. No lo cumplo ni por asomo y me escudo en esa burda excusa para avisar que las siguientes líneas no son más que vómito de gato callejero mal alimentado.

Como decía, hoy no estoy de humor, hoy aparco mi jerga delicada y pedante que uso sólo al escribir y opto por un registro más coloquial aunque no tan malsonante como el que uso habitualmente. Creedme, en realidad, hablo peor que un camionero saturado de alcohol. No es agradable. No os gustaría.

Mi problema. Mi inconveniente. Mi carcoma mental.

Como bien he dejado claro en otras ocasiones, siempre me ha importado muy poco lo que pensaran los demás acerca de mí. Sólo importaba si yo me sentía cómoda. Todo lo demás era secundario. Hoy, o quizás antes, pero hoy de manera más impactante, he sido consciente de que también me importa lo que piensan las personas que aprecio. No en el sentido de querer cambiar mi personalidad para agradarles sino en el sentido de desear que ellos me conozcan bien, que sepan quien soy y no se crean el prototipo de persona que los demás se empeñan en afirmar que soy.

¿Es una tontería, no? Se supone que para que alguien te importe, previamente se debe haber recorrido un camino con el fin de trabar confianza mutua; camino en el que, teóricamente, te han conocido de verdad. “Se supone”. Es lo que se espera. Pero de la teoría a la práctica hay un universo y no es posible recorrerlo a la velocidad de la luz.

Un comentario hace un par de días me hizo replantearme esta cuestión: “¿Realmente saben cómo soy?” “¿O tienen una idea equivocada de mí?” Y lo más turbador: Si tienen una idea errónea, ¿la confusión la he causado yo o no? ¿Es culpa mía? ¿Me he mostrado como en verdad no soy? ¿Doy a entender algo que en realidad, no soy? No me da vergüenza admitir que a veces sí soy más actriz que persona, que actúo más que vivo. Sin embargo, de cara a aquellos a quienes quiero, con quienes paso mi tiempo, soy bastante franca. O lo intento. Es mi intención, lo prometo.

Entonces, si siquiera ellos aciertan a conocerme, ¿quién queda? Algo debe estar fallando si quien deseo que me entienda, no me comprende. Algo muy importante falla. ¿De verdad creéis que soy tan superficial, infantil y victimista? Algo falla. Y comienzo a sospecha que si ellos creen eso, será porque eso transmito. Y si transmito eso a quienes aprecio, no me quiero imaginar que transmito ante los desconocidos… ¿Acaso queda alguien que realmente me conozca? Creo que no. Siquiera yo misma. Si quieres que los demás se crean una mentira, has de creértela tú primero. No puedo confiar ni en mí.

Ni en mí.
Ni en ellos.


Es en este punto de la narración, cuando el bolígrafo me tiembla y la conclusión llega antes que las palabras precisas para expresarla. Sin ellos y sin mí, no queda nadie, nadie que realmente me conozca. Mi ser, mi carácter, mi verdadero sentir y pensar se pierden en el oscuro vacío porque nadie lo ha conocido nunca. Un secreto llevado a la tumba sin ser revelado. Y cuando la verdad se apaga, sólo sobrevive la mentira. Y la mentira se transforma en la verdad, en lo único que permanece y tiene carácter duradero.

Superficial, infantil y patéticamente victimista, la única verdad que queda.

He ahí mi problema. ¿Ahogué a mi verdadero ser en un mar de mentiras y máscaras? ¿Soy ahora poco más que una máscara? ¿Una actriz que se creyó su personaje e intercambió su alma por la de un ser ficticio, producto de mi propia imaginación? No sé que es peor, si haber perdido lo que soy para siempre o que todo cuanto en realidad siento siga ahí, en mis entrañas, pero que sea incapaz de sacarlo, expresarlo y darlo a conocer para que mis allegados disfruten de ello.

No lo sé. Al fin y al cabo, ¿cómo sabes que hay otra verdad si vives la mentira como si fuera la única e indiscutible realidad?

Tengo un problema.
No sé cómo solventarlo.
¿Quedará algo por salvar en mí?

21 de julio de 2010

Porque es más fácil bajar que subir

LA INSPIRACIÓN para cada uno de mis textos suele nacer de un pensamiento casual e inocente que se enreda hasta convertirse en una enmarañada bovina de hilos mentales. Todo comienza con un comentario destinado a mí misma o una frase que prefiero callarme para no meter la pata; luego, todo se transforma en un pensamiento bullicioso que hierve con agresividad, acumulando ira, una ira sin riesgo de explosión ya que yo nunca exploto… Pero ira sin lugar a dudas. Finalmente, este pensamiento se vuelve algo más que molesto y mi capacidad creativa, esa que enlaza el sentimiento con las palabras y encuentra vocablos melodiosos que agregar al texto simplemente con el fin de que este suene mejor, esa capacidad mía, da la voz de alarma y mis ojos buscan, casi de manera inconsciente, el lugar donde abandoné el cuaderno la noche anterior mientras mis dedos capturan el boli entre ellos y detienen la música que estaba escuchando.
Y es así como, de madrugada, cuando todos creen que duermo, acabo postrada en la silla que no utilizo durante el curso, para escribir textos sin calidad ni coherencia, ignorando la, cada vez más tediosa, pesadez de mis párpados.

He olvidado el pensamiento detonante de hoy. Demasiado cosas pasan por mi cabeza como para acordarme del aspecto de cada una de ellas. Afortunadamente, mi corazón tiene mejor memoria que mi mente, y sí recuerdo la sensación que dejó tras de sí este pensamiento y la evolución que ésta ha tenido hasta terminar siendo la razón de los impulsos nerviosos que garabatean líneas de tinta azul. Dicho sentimiento fue la frustración. Esa vieja vecina que se acomoda al lado de todas mis creaciones para susurrarme que no puedo, que no soy suficientemente buena, que esto no es lo mío. Una íntima amiga que nunca queda invitada a las fiestas del alma pero que siempre se cuela por la puerta de atrás. ¿De quién es la mano que gira el pomo que la deja entrar? ¿De la infelicidad, de la baja autoestima o del cansancio? Mis habilidades detectivescas nunca fueron poco más que mundanas, por lo que, no he descubierto al culpable, no he puesto remedio a su fechoría y doña frustración se me ha colado una vez más.

En esta ocasión esta inmortal dama me hizo dudar de mi capacidad de lograr, lo que a día de hoy es, mi más cercano objetivo. Resulta que, tal vez el esfuerzo no es suficiente. Quizás las ganas, el empeño, la ilusión no son buenas cartas para sentarse a la mesa de juego. Tal vez, la agradable cantinela de las monedas en los bolsillos sea la mejor baza. ¿Qué digo? ¿TAL VEZ? Seguro. No dudo, ni menosprecio, la valía del esfuerzo ni la importancia del empeño pero proclamo una de las verdades más grandes y más negadas de este mundo: “Con dinero todo es más fácil”. La vieja historia de que con esfuerzo puedes llegar hasta donde que propongas es siempre contada por bocas que pasan hambre. Si naces rodeado de fortuna, las puertas tendrán cerraduras menos oxidadas. Es así. Probablemente, porque todo el mundo tiene un precio. Si naces “arriba”, tienes la mitad del camino ya recorrido para llegar “más arriba” y un fajo de billetes para hacerte más cómodo el recorrido de la otra mitad. No niego que, si no pones algo de tu parte, puedes terminar en un abismo, que puedas caer bien abajo. Sin embargo, para ellos el camino es menos tortuoso que para quien lucha encarnizadamente por cada paso, quien no recibe nada regalado, quien suda cada logro. Muchos dirán: “Alcanzar la meta es más satisfactorio si sabes que lo has logrado por ti mismo”. ¿Y si no llegas? ¿Si le pones empeño y no lo consigues? ¿Qué haces cuando fracasas? ¿Cuándo fracasas por no haber tenido a tu alcance la ayuda necesaria, una ayuda que podía sufragarse monetariamente?

Es más fácil escalar hacia arriba con ventaja. Porque hundirnos sabemos todos y sin ayuda. El problema empieza al querer avanzar, porque es más fácil bajar que subir.

Y después de este deprimente discurso que desmoralizaría tan sólo a alguien de espíritu tan débil como el mío, yo confieso que sigo esforzándome. Tuve la desdicha de nacer donde no se nadaba en la abundancia y de sufrir ciertas situaciones que no mejoraron dicha realidad, por lo que no tengo ventaja. Si quiero subir, tengo que tener fe ciega en el empeño. Posiblemente no sea suficiente, pero como carezco de otras armas, no he de aceptar las cosas tal y como vengan, sino cambiarlas cuanto esté en mi mano para adaptarlas a mi gusto. Porque es más fácil bajar que subir. Y tan sólo para subir se necesita manual de instrucciones.

Quien está solo, está solo. Quien tiene suerte, tiene suerte. Las cosas llegan y se aceptan. Nosotros no decidimos las cartas que nos tocan. Sólo cómo jugarlas. Hay que procurar levantarse de la mesa de juego con la fortuna de todos los jugadores y con ello, pagar a un portero que no deje pasar a la frustración ni por la puerta de atrás. Palabras de pobre, sí, de quien sólo tiene esta mentira como consuelo.

Y aún con todo, prefiero creérmela y seguir, a sentarme y pensar que todo es fijo e inamovible como el valor de una moneda.

Porque es más fácil bajar, hundirse, que subir.

16 de julio de 2010

Idiota

HOY mismo, cuando me pongo a pensar acerca del pasado, llego a conclusiones ciertamente curiosas. Sorprendentes, si soy completamente sincera. Y con cada una de las teorías que extraigo de mis propios pensamientos consigo conocerme un poco más a mí misma, como si el secreto para desvelar las brumas de mi “yo” estuviera en esos mundanos y diarios pensamientos que tengo durante las horas de luz. Como si dichos secretos encerrasen tras de sí el verdadero aspecto de mi verdadera personalidad.

En este preciso instante, al meditar acerca de todo lo andado, pienso que ha habido carreras, tropezones, paseos tranquilos, caídas, golpes, caminatas a la pata coja… e incluso a ciegas. Que he tomado la dirección equivocada en multitud de ocasiones pero también la acertada en varios momentos. Y quizás, por eso, aún estoy aquí. Hecho que, por cierto, si se analiza fríamente es bastante increíble. Sí, no puedo creer que siga con vida. Es sorprendente seguir respirando cuando te has dedicado a perder el tiempo y jamás has hecho nada útil o grandioso que mereciera como premio que la muerte hiciera la vista gorda contigo.

Delirando y delirando, me doy cuenta, al echar un vistazo a las pocas acciones que recuerdo haber realizado en los últimos años, que soy una idiota. Mejor dicho, que me comporta como tal. Si juzgo mis acciones bajo mi actual criterio, el resultado es siempre el mismo: “María, felicidades, eres idiota.” Y lo más curioso de toda esta reflexión sin sentido es que la historia se ha repetido a lo largo de todas las etapas de mi vida. Con 8 años pensaba que mi comportamiento a los 6 era propio de idiotas. Con 10 años creía firmemente que a los 8 había sufrido algún tipo de trastorno mental transitorio porque mis acciones con tal edad se me antojaban demasiado estúpidas. De igual manera opinaba acerca de mis 10 años al cumplir los 12 y un largo etcétera hasta los 15 en que me hallo inversa.

Sin embargo, ¿realmente he sido una idiota? Me parece un poco fuerte decir que me he comportado como una idiota durante 15 años, 5475 días, numerosos minutos, incontables segundos. Sí, sonará tal y como es, una frase colmada de ego y amor propio, pero es lo que pienso. Hay decisiones de las que estoy orgullosa, cosas que SÉ que hice bien, acciones que me han aportada dicha. Mi mente cambia, avanza, retrocede (sí, eso también), aprende, corrige y todo ello termina forjando un nuevo punto de vista bajo el cual han de regirse mis neuronas. Bajo el cual juzgo mi pasado. Y el juicio termina siempre con el mismo veredicto: “Idiotez”. Juez y acosado al mismo tiempo. Un acusado sin abogado que le defienda puesto que mi anterior punto de vista fue desechado vilmente. Patético. Curioso. Divertido. Y me aporta un valioso privilegio, una ventaja.

Dentro de 3 años, me pareceré idiota. Pensaré que mi actitud actual es tonta, infantil y fuera de lugar. Es más, en mis momentos de lucidez, cuando mi vena madura, aquella que consideraba seca, late con fuerza en mi sien, me parece que debería cambiar un poco mi actitud. Dentro de 3 años habré cambiado mi manera de pensar. Quizás mucho, quizás poco. Pero habré cambiado y espero que para mejor. De cualquier manera, me pareceré idiota.

Tal vez el ser de pronto consciente de esta circunstancia implique un cambio. Tal vez esta revelación sea el aviso de la necesidad de marcar otro punto y final. ¿Si no por qué jamás había caído en la cuenta de que hago estos juicios y ahora sí? No obstante, no siento el deseo de cambiar. Quizás no haga falta desear el cambio o siquiera ser consciente de que se necesita, quizás sólo ocurra, de espaldas a nuestra percepción y sólo seamos conscientes de él una vez haya tenido lugar. Son tantos puntos distintos sobre los que reflexionar, escribir y discutir. Tantas posibilidades de cambiar el rumbo de mi manuscrito. Me abruma. Me supera. Y mi mano no puede seguir el ritmo frenético y desordenado de mi mente de quinceañera.

Con honestidad no me importa. Voy a pasar por encima de todas esas filosóficas salidas sobre las que pensar y voy a quedarme con algo en claro. Sólo así sentiré que estas líneas han tenido un sentido.

Voy a cambiar. Física y mentalmente. Posiblemente, de manera más intensa en el plano mental. No puedo detenerlo ni impedirlo. Ocurrirá y punto. Y, por supuesto, de la misma manera que ahora me da igual lo que piensen los demás de mí, en este instante me da igual lo que pienso yo de mí misma dentro de unos años. Sí, me pareceré una idiota pero habré disfrutado siéndolo.

14 de julio de 2010

Acompañados y acompañantes

QUIZÁS al final sea cierto. Quizás al final no sepamos estar solos. Quizás al final Dios los crea y ellos se juntan. Sin embargo, en caso de que sea cierto, en caso de que no seamos más que recipientes colmados de soledad, seres que buscan desesperadamente compañía, ¿por qué entonces hay quien desprecia a aquellos que no saben estar solos? ¿Por qué entonces hay quien encuentra orgullo en su soledad? ¿Por qué entonces más vale estar solo que mal acompañado? Todas estas preguntas parecen confirmar la misma conclusión: Contra todo parecer, podemos estar solos. Y, a pesar de todas las razones obtenidas, la soledad sigue haciéndonos daño, arañando nuestra humanidad, envenenando nuestra capacidad de amar, mermando nuestra felicidad. Regresamos pues, al punto de inicio: No podemos estar solos.

¡¡¿¿??!!

Dos conclusiones contrapuestas que chocan con fuerza, debilitando la determinación obstinada de una empecinada mente de hacerse con la conclusión correcta. ¿Podemos o no? ¿Tenemos la fuerza necesaria? Tal vez, en el fondo, no se trate de 2 ideas tan opuestas, quizás la antítesis sea producto de nuestra imaginación. Quizás seamos suficientemente fuertes como para soportar parte del camino solos hasta que llegue el compañero con quien terminar el viaje, o al menos, intentar terminarlo. Quizás todo pueda ser. Quizás cuando nuestra fuerza para seguir flaquee aparezca alguien para acompañarnos durante un trecho. O quizás le busquemos nosotros mismos. Pero, en tal caso, ¿por qué al sentirnos solos, desganados y abandonados no aparece nadie? ¿Por qué los compañeros terminan marchándose? Tal vez cuando creemos que ellos nos acompañan a nosotros, nosotros les estamos acompañando a ellos. Tal vez cuando se marchan, era porque nosotros ya les habíamos aportado el suficiente apoyo, ya habíamos cumplido nuestra función de acompañantes.

También puede no ser así. Lo ignoro.

¿Debemos pues buscar nosotros a un acompañante, arriesgándonos a terminar siendo nosotros mismos el alivio y no los aliviados? ¿O debemos sentarnos a aguardar? El inconveniente reside en que siquiera esta segunda opción nos libra de la posibilidad de convertirnos en “acompañantes”. ¿Tal vez evitar toda compañía humana? Siquiera esta opción es viable. Alguien terminará acercándose a tu camino en calidad de acompañante o de “parásito”.

Podemos estar solos. Podemos estar acompañados. Podemos ser acompañantes de otros. Y es entonces, en esta última opción, cuando el sufrimiento llega hasta nosotros. Cuando otros toman todo de nosotros sin dejar nada a cambio. Cuando hablan de “estar mal acompañado” se refieres a ser acompañantes de otros, a vivir inmersos en la ilusión de yacer en compañía cuando en realidad estamos solos. Cuando se refieren a “no saber estar solo” hablan de ser siempre acompañantes. Somos recipientes de soledad con el fin de que busquemos compañía, sirviendo de algo a otros y ellos a nosotros. Ese sentimiento de desamparo que nos suele invadir es tan sólo una manera de agilizar la búsqueda de compañeros. ¿Si no sintiéramos esa soledad, nos juntaríamos con alguien? No. No habría necesidad. Nuestra sensación de abandono es tan sólo una estratagema de la naturaleza para que su sistema funcione.

Sin embargo, a pesar de todo lo reflexionado, lo hablado y lo escrito, ¿es posible ser “acompañante” y estar acompañado al mismo tiempo? He ahí la cuestión para la cual aún no hallo respuesta.

13 de julio de 2010

Aquella noche de verano

HACÍA calor y no podía dormir. Me hallaba en mi cama, tumbada, boca arriba con las sábanas pegadas a la piel y el pijama empapado en mi propio olor. Mi pelo, desparramado sobre la cálida almohada, se pegaba a mi cara de un modo un tanto desagradable. Mi respiración, profunda, caliente, regular, amena; no ejercía ningún alivio en mí. Me parecía que el aire que penetraba en mis pulmones estaba a la misma temperatura que mi cuerpo y, por lo tanto, dicha corriente no era un frío bálsamo para mi calor.

No se trataba de un calor sofocante y abrasador, pero sí de uno capaz de penetrar en la piel, acelerar la respiración y hacer transpirar diminutas gotas de sudor por todo mi ser.

De una torpe patada, aparté la manta y sentí durante una fracción de segundo cómo el aire que danzaba en mi cuarto se inclinaba sobre mis piernas. Fue como un mordisco helador sobre la carne de mis extremidades y el alivio me hizo suspirar. Sin embargo, cuan depredador no satisfecho con el sabor de su presa, el relajante frío se apartó de mí y se retiró a algún rincón de la habitación.

Fue, entonces, de nuevo, cuando fui consciente de que mis ojos seguían abiertos mirando a la vacía oscuridad que me rodeaba. No tenía sueño pero tampoco la suficiente fuerza como para incorporarme del camastro. El calor había extendido sus cadenas sobre mis muñecas y tobillos, convirtiéndome en un ser pasivo, sin intenciones de moverse, que tan sólo pretendía pasar el mayor tiempo posible en la misma posición. Respiré más hondo que en ocasiones anteriores y un húmedo mechón de pelo se deslizó por mi frente. En vez de alzar mi mano y devolverlo a su lugar, me limité a ignorarlo, cerrando los ojos. No sentí sueño ni sensación de descanso al dejar cerrar los párpados. Y, para distraerme de la tediosa situación en la que me encontraba, concentré mi atención en los sonidos que la calle profería a través de las rendijas de mi persiana.

Oía música. Más bien, retazos minúsculos de canciones que sonaban en el interior de los vehículos. Las melodías llegaban hasta mí durante una fracción de segundo y luego, su intensidad iba disminuyendo a través del espacio hasta que terminaban muriendo en el final de la calle. También oía conversaciones y pasos. Indicios de que no toda la vida humana se recluía en casa para dormir al caer la noche. Cada cierto tiempo, también oía a los trenes pasar. Tras tantos años conviviendo con las idas y venidas de las locomotoras, había desarrollado una intuición especial para decir cuando iban a pasar. Sentía las ruedas deslizarse sobre el hierro de la vía segundos antes de que mis oídos registraran el inmenso alboroto que causaban. Los chirridos del metal, los murmullos de las piedrecillas del suelo al ser pisadas por una máquina semejante e incluso los reflejos de los faros en mi ventana eran todo lo que dejaba un tren al pasar. Esa noche oí a muchos llegar, pasar junto a mi edificio y continuar su viaje hacia la estación, que se hallaba metros más allá.

Pero no me dormí. Y la noche continuó su transcurso, ahogándose finalmente en el despuntar de un amanecer que presencié con los ojos abiertos.

No hallé descanso aquella noche de verano.

7 de julio de 2010

Lo que ocurre en SF, se queda en SF I

-Es que es genial apoyar la cabeza en ella, tiene las tetas blanditas y pequeñitas...
-Hola? Estoy aquí, eh? Lo oigo todo.
-Tampoco son tan pequeñas... Son proporcionales a su cuerpo. Para la altura y edad que tiene, están bien.

Lo que ocurre en SF, se queda en SF I

2 de julio de 2010

Angels With Pneumonia

-HEY, if it's always hot in Hell, it should be always cold in Heaven, right?
-Umm... Maybe. Heaven's weather should be at least colder...
-Oh, gosh, and what about those angels?
-What?
-Yeah, you know, the fucking angels that are always naked, singing and all that shit! They should get sick easily, shouldn't they?
-Oh, fuck! You're a genious! That's why we are so unlucky... 'Cause our fucking guardian angels are sick of pheumonia!! Come on, babe, let's change our luck. Let's commit suicide and bring them some medicines!
-Stop freaking out, girlie. You know we're going to hell!

è.é

1 de julio de 2010

Debería haber publicado esto antes...

28-J
DÍA del Orgullo Gay.
Y como no puedo ir a ninguna marcha colorida por las atestadas calles de ninguna flamante ciudad, he buscado una manera más personal de celebrar este día. He terminado montando un ciclo de cine lésbico en el ordenador de mi casa. Es discreto, no molesto a nadie si estoy viendo unas películas y es algo que jamás había hecho antes, algo que siquiera me había planteado hacer en un futuro inmediato.
En realidad, este maratón de cine no fue algo premeditado. No me pasé tiempo pensando en qué hacer para conmemorar este día. No me levanté con la idea ondulándose en mi cabeza. Ni mucho menos… Realmente, fue algo tremendamente instintivo. Una cadena de hechos que tuvo lugar en la red. Un artículo me condujo a otro, una película a la siguiente. Ahora, aunque aún me falta una película para clausurar el ciclo, pienso si todo esto no es un raro. El hecho de que las cosas se entrelacen en tan simple armonía, que lo que parecía tremendamente desunido acabe juntándose con tanta facilidad. ¿No hay en ello un poco de misticismo?
Pero no era de eso acerca de lo que pensaba escribir.
Las películas escogidas para ser visionadas en mi humilde pantalla han sido, hasta la fecha: “Lost&Delirious”, “Fucking Amal” y “Loving Annabelle”. Antes de verlas, había recurrido a la opinión de otros espectadores, por lo tanto, estaba al tanto de varias críticas cinematográficas antes de acomodarme en la silla a la espera del primer fotograma. No puedo sino admitir que mi favorita, “la niña de mis ojos” es L&D. Fucking Amal es brillante con todas las letras… Se corresponde perfectamente con el ambiente que se vive en los círculos adolescentes de hoy en día. LA… está muy bien conseguida y todas esas cosas pero no llega a tocarte de la misma manera que las anteriores. ¿Será tal vez por qué relata una relación profesora-alumna? ¿Tal vez por qué me es más fácil imaginar una relación entre dos adolescentes? Probablemente, sea así.
Pero lo que más me llamó la atención fue las ganas que parecían tener todos directores por evadir la palabra lesbiana. Todos trataban el tema con absoluta delicadeza, dando a entender que existía amor entre las dos mujeres pero nunca usando la palabra lesbiana. Las películas defendían la política de no etiquetar a la gente, de que cada uno vive lo que siente… Y entonces, mi cerebro empezó a funcionar. Levántate de la silla, busca en la estantería cualquier película romántica donde haya una relación hetero. Pregúntale a tu cabeza qué responderían los personajes si les preguntarán acerca de su relación. ¿Tendrían algún problema los guionistas para escribir una contestación así: “Somos hetero”? ¿O, por el contrario, escribirían algo como: “Nosotros sólo vivimos lo que sentimos. Nos queremos.”? Jamás.
NO. NO JODER. NO.
Cualquier personaje hetero de cine o literatura (sobretodo en cine) acostumbra a fijarse en más de uno de los miembros del sexo opuesto. No acostumbra a decir: “No me gustan las etiquetas. Yo sólo amo a esa persona”. Sin embargo en multitud de historias homosexuales, se recurre al viejo argumento de crear un amor idílico entre dos mujeres y que, aunque su relación sea lesbiana, ellas no se consideren como tal porque sólo sienten atracción entre ellas.
No me malinterpreten, no me posiciono en contra de quien reniega de las etiquetas y vive lo que siente. Sólo reflexiono acerca de por qué la frase: “Odio las etiquetas. Hago lo que mis sentimientos me dictan”, no aparece en las relaciones hetero.
A veces siento esa frase como una excusa. No cuando la pronuncia una persona REAL, sino cuando la industria del cine, la música, la literatura, la usa. La siento como una manera de excusar los sentimientos. Para que sea más fácil rodear una película, producir una canción o escribir un libro. Al fin y al cabo, si alguien pregunta: "¿Pero son lesbianas o no?", es muy sencillo y menos conflictivo responder: “Tan sólo viven sus sentimientos”.
Es posible que el error esté en mí. No obstante, me gustaría, de la misma manera que la vida real hay gente que reniega de las etiquetas y, al contrario, quien las usa sin darle importancia, que la haya también en los mundos ficticios. ¿Una petición un tanto extraña? Maybe. Es más, ahora que releo el texto, veo que ni yo misma sé lo que digo y que todo está desordenado y mal expresado. Creo que el texto da lugar a malas interpretaciones y discusiones. Pero si no lo digo, reviento. Porque… ¿hola? Yo soy feliz con mi etiqueta. Porque no la siento como tal. Y, en mi opinión, el asunto reside ahí: En si sientes la etiqueta como un peso o no. Como un inconveniente o no.
Bueno, no tiene importancia, esto no ha sido más que un lapsus. Siquiera sé lo que digo.