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13 de julio de 2010

Aquella noche de verano

HACÍA calor y no podía dormir. Me hallaba en mi cama, tumbada, boca arriba con las sábanas pegadas a la piel y el pijama empapado en mi propio olor. Mi pelo, desparramado sobre la cálida almohada, se pegaba a mi cara de un modo un tanto desagradable. Mi respiración, profunda, caliente, regular, amena; no ejercía ningún alivio en mí. Me parecía que el aire que penetraba en mis pulmones estaba a la misma temperatura que mi cuerpo y, por lo tanto, dicha corriente no era un frío bálsamo para mi calor.

No se trataba de un calor sofocante y abrasador, pero sí de uno capaz de penetrar en la piel, acelerar la respiración y hacer transpirar diminutas gotas de sudor por todo mi ser.

De una torpe patada, aparté la manta y sentí durante una fracción de segundo cómo el aire que danzaba en mi cuarto se inclinaba sobre mis piernas. Fue como un mordisco helador sobre la carne de mis extremidades y el alivio me hizo suspirar. Sin embargo, cuan depredador no satisfecho con el sabor de su presa, el relajante frío se apartó de mí y se retiró a algún rincón de la habitación.

Fue, entonces, de nuevo, cuando fui consciente de que mis ojos seguían abiertos mirando a la vacía oscuridad que me rodeaba. No tenía sueño pero tampoco la suficiente fuerza como para incorporarme del camastro. El calor había extendido sus cadenas sobre mis muñecas y tobillos, convirtiéndome en un ser pasivo, sin intenciones de moverse, que tan sólo pretendía pasar el mayor tiempo posible en la misma posición. Respiré más hondo que en ocasiones anteriores y un húmedo mechón de pelo se deslizó por mi frente. En vez de alzar mi mano y devolverlo a su lugar, me limité a ignorarlo, cerrando los ojos. No sentí sueño ni sensación de descanso al dejar cerrar los párpados. Y, para distraerme de la tediosa situación en la que me encontraba, concentré mi atención en los sonidos que la calle profería a través de las rendijas de mi persiana.

Oía música. Más bien, retazos minúsculos de canciones que sonaban en el interior de los vehículos. Las melodías llegaban hasta mí durante una fracción de segundo y luego, su intensidad iba disminuyendo a través del espacio hasta que terminaban muriendo en el final de la calle. También oía conversaciones y pasos. Indicios de que no toda la vida humana se recluía en casa para dormir al caer la noche. Cada cierto tiempo, también oía a los trenes pasar. Tras tantos años conviviendo con las idas y venidas de las locomotoras, había desarrollado una intuición especial para decir cuando iban a pasar. Sentía las ruedas deslizarse sobre el hierro de la vía segundos antes de que mis oídos registraran el inmenso alboroto que causaban. Los chirridos del metal, los murmullos de las piedrecillas del suelo al ser pisadas por una máquina semejante e incluso los reflejos de los faros en mi ventana eran todo lo que dejaba un tren al pasar. Esa noche oí a muchos llegar, pasar junto a mi edificio y continuar su viaje hacia la estación, que se hallaba metros más allá.

Pero no me dormí. Y la noche continuó su transcurso, ahogándose finalmente en el despuntar de un amanecer que presencié con los ojos abiertos.

No hallé descanso aquella noche de verano.

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