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21 de julio de 2010

Porque es más fácil bajar que subir

LA INSPIRACIÓN para cada uno de mis textos suele nacer de un pensamiento casual e inocente que se enreda hasta convertirse en una enmarañada bovina de hilos mentales. Todo comienza con un comentario destinado a mí misma o una frase que prefiero callarme para no meter la pata; luego, todo se transforma en un pensamiento bullicioso que hierve con agresividad, acumulando ira, una ira sin riesgo de explosión ya que yo nunca exploto… Pero ira sin lugar a dudas. Finalmente, este pensamiento se vuelve algo más que molesto y mi capacidad creativa, esa que enlaza el sentimiento con las palabras y encuentra vocablos melodiosos que agregar al texto simplemente con el fin de que este suene mejor, esa capacidad mía, da la voz de alarma y mis ojos buscan, casi de manera inconsciente, el lugar donde abandoné el cuaderno la noche anterior mientras mis dedos capturan el boli entre ellos y detienen la música que estaba escuchando.
Y es así como, de madrugada, cuando todos creen que duermo, acabo postrada en la silla que no utilizo durante el curso, para escribir textos sin calidad ni coherencia, ignorando la, cada vez más tediosa, pesadez de mis párpados.

He olvidado el pensamiento detonante de hoy. Demasiado cosas pasan por mi cabeza como para acordarme del aspecto de cada una de ellas. Afortunadamente, mi corazón tiene mejor memoria que mi mente, y sí recuerdo la sensación que dejó tras de sí este pensamiento y la evolución que ésta ha tenido hasta terminar siendo la razón de los impulsos nerviosos que garabatean líneas de tinta azul. Dicho sentimiento fue la frustración. Esa vieja vecina que se acomoda al lado de todas mis creaciones para susurrarme que no puedo, que no soy suficientemente buena, que esto no es lo mío. Una íntima amiga que nunca queda invitada a las fiestas del alma pero que siempre se cuela por la puerta de atrás. ¿De quién es la mano que gira el pomo que la deja entrar? ¿De la infelicidad, de la baja autoestima o del cansancio? Mis habilidades detectivescas nunca fueron poco más que mundanas, por lo que, no he descubierto al culpable, no he puesto remedio a su fechoría y doña frustración se me ha colado una vez más.

En esta ocasión esta inmortal dama me hizo dudar de mi capacidad de lograr, lo que a día de hoy es, mi más cercano objetivo. Resulta que, tal vez el esfuerzo no es suficiente. Quizás las ganas, el empeño, la ilusión no son buenas cartas para sentarse a la mesa de juego. Tal vez, la agradable cantinela de las monedas en los bolsillos sea la mejor baza. ¿Qué digo? ¿TAL VEZ? Seguro. No dudo, ni menosprecio, la valía del esfuerzo ni la importancia del empeño pero proclamo una de las verdades más grandes y más negadas de este mundo: “Con dinero todo es más fácil”. La vieja historia de que con esfuerzo puedes llegar hasta donde que propongas es siempre contada por bocas que pasan hambre. Si naces rodeado de fortuna, las puertas tendrán cerraduras menos oxidadas. Es así. Probablemente, porque todo el mundo tiene un precio. Si naces “arriba”, tienes la mitad del camino ya recorrido para llegar “más arriba” y un fajo de billetes para hacerte más cómodo el recorrido de la otra mitad. No niego que, si no pones algo de tu parte, puedes terminar en un abismo, que puedas caer bien abajo. Sin embargo, para ellos el camino es menos tortuoso que para quien lucha encarnizadamente por cada paso, quien no recibe nada regalado, quien suda cada logro. Muchos dirán: “Alcanzar la meta es más satisfactorio si sabes que lo has logrado por ti mismo”. ¿Y si no llegas? ¿Si le pones empeño y no lo consigues? ¿Qué haces cuando fracasas? ¿Cuándo fracasas por no haber tenido a tu alcance la ayuda necesaria, una ayuda que podía sufragarse monetariamente?

Es más fácil escalar hacia arriba con ventaja. Porque hundirnos sabemos todos y sin ayuda. El problema empieza al querer avanzar, porque es más fácil bajar que subir.

Y después de este deprimente discurso que desmoralizaría tan sólo a alguien de espíritu tan débil como el mío, yo confieso que sigo esforzándome. Tuve la desdicha de nacer donde no se nadaba en la abundancia y de sufrir ciertas situaciones que no mejoraron dicha realidad, por lo que no tengo ventaja. Si quiero subir, tengo que tener fe ciega en el empeño. Posiblemente no sea suficiente, pero como carezco de otras armas, no he de aceptar las cosas tal y como vengan, sino cambiarlas cuanto esté en mi mano para adaptarlas a mi gusto. Porque es más fácil bajar que subir. Y tan sólo para subir se necesita manual de instrucciones.

Quien está solo, está solo. Quien tiene suerte, tiene suerte. Las cosas llegan y se aceptan. Nosotros no decidimos las cartas que nos tocan. Sólo cómo jugarlas. Hay que procurar levantarse de la mesa de juego con la fortuna de todos los jugadores y con ello, pagar a un portero que no deje pasar a la frustración ni por la puerta de atrás. Palabras de pobre, sí, de quien sólo tiene esta mentira como consuelo.

Y aún con todo, prefiero creérmela y seguir, a sentarme y pensar que todo es fijo e inamovible como el valor de una moneda.

Porque es más fácil bajar, hundirse, que subir.

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